Noche de médico

miércoles, 13 de junio de 2007

 


No sé por qué conservo tan grabado el recuerdo de aquella noche. El médico de un pueblo vecino me avisó para que fuera a ayudarle en una operación. Recibí su recado por la tarde, una tarde de otoño triste y oscura.
Las nubes bajas se disolvían lentamente en una continua lluvia que dejaba lágrimas cristalinas en las ramas deshojadas de los árboles.
Las casas de la aldea, con las paredes ennegrecidas, parecían agrandarse en la niebla. Cuando las ráfagas impetuosas de viento barrían el agua de la atmósfera, se veía, como al descorrerse un telón, las casas agrupadas del pueblo, por cuyas chimeneas escapaba con lentitud el humo de los hogares, a perderse en el ambiente gris que lo envolvía todo.
Precedido por el labriego que había venido a buscarme, comenzamos e internarnos en el monte. Yo montaba en un viejo caballo, que iba tropezando a cada momento. El camino se dividía en unos sitios en estrechísimas sendas, terminaba a veces en prados cubiertos de hierba amarillenta, esmaltada por las campanillas purpúreas de las digitales, y subía y bajaba los senderos al cruzar una serie de colinas que, como enormes olas, se presentaban bajo un monte, olas que fueron quizá cuando la tierra más joven era una masa fluida originada de una nebulosa.
Oscureció, y seguimos marchando. Mi guía encendió un farol.
A veces rompía el augusto silencio alguna canción del país, cantada por un labriego que segaba la hierba para las vacas. El camino bordeaba las heredades de los caseríos. El pueblo estaba cerca. Se le veía a lo lejos sobre una loma, y señal de su vida eran dos o tres puntos luminosos que brillaban en su montón sombrío de casas. Llegamos al pueblo, y seguimos adelante; la casa se hallaba más lejos, en un recodo del sendero. Estaba oculta entre viejas encinas, robles corpulentos y hayas de monstruosos brazos y de plateada corteza. Parecía mirar de soslayo hacia el camino y esconderse para ocultar su miseria.
Entré en la cocina del caserío; una vieja mecía en la cuna a un niño.
—El otro médico está arriba —me dijo.
Subí por una escalera al piso alto. De un cuarto cuya puerta daba al granero, escapaban lamentos roncos, desesperados, y un ¡ay, ené! , regular, que variaba de intensidad, pero que se repetía siempre.
Llamé, y el médico, mi compañero, me abrió la puerta. Del techo del cuarto colgaban trenzas de mazorcas de maíz; en las paredes, blancas por la cal, se veían dos cromos, uno de un Cristo y otro de la Virgen. Un hombre, sentado sobre un arca, lloraba en silencio; en el lecho, la mujer con la cara lívida, sin fuerzas más que para gemir, se abrazaba a su madre... Entraba libremente el viento en el cuarto por los intersticios de la ventana, y en el silencio de la noche resonaban potentes los mugidos de los bueyes...
Mi compañero me explicó el caso, y allá en un rincón hablamos los dos grave y sinceramente, confesando nuestra ignorancia, pensando únicamente en salvar a la enferma.
Hicimos nuestros preparativos. Se colocó en la cama a la mujer... Su madre huyó llena de terror…
Templé los fórceps en agua caliente, y los fui pasando a mi compañero, que colocó fácilmente una hoja del instrumento, después con más dificultad la otra; luego cerró el aparato. Entonces hubo, ayes, gritos de dolor, protestas de rabia, rechinamiento de dientes...; después mi compañero, tembloroso, con la frente llena de sudor, hizo un esfuerzo nervioso, hubo una pausa, seguida de un grito estridente, desgarrador...
Había terminado el martirio; pero la mujer era ya madre, y, olvidando sus dolores, me preguntó, tristemente:
—¿Muerto?
—No, no —le dije yo.
Aquella masa de carne que sostenía en mis manos nos vivía, respiraba. Poco después el niño gritaba, con un 'chillido agudo.
—¡Ay, ené! —murmuró la madre, envolviendo con la misma frase, que le servía para expresar sus dolores, todas sus felicidades...
Tras de un largo rato de espera, los médicos salimos de la casa. Había cesado de llover; la noche estaba húmeda y templada; por entre jirones de las negras nubes aparecía la luna iluminando un monte cercano con sus pálidos rayos. Caminaban por el cielo negros nubarrones, y el viento al azotar los árboles murmuraba como el mar oído desde lejos.
Mi compañero y yo hablábamos de la vida del pueblo; de Madrid, que se nos aparecía como un foco de luz, de nuestras tristezas y de nuestras alegrías. Al llegar al recodo del camino nos despedimos:
—¡Adiós! —me dijo él.
—¡Adiós! —le dije yo, y nos estrechamos la mano con la ilusión de dos amigos íntimos, y nos separamos.

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