Cavalia

jueves, 27 de marzo de 2008

La flor más grande del mundo


Las historias para niños deben escribirse con palabras muy sencillas, porque los niños, al ser pequeños, saben pocas palabras y no las quieren muy complicadas. Me gustaría saber escribir esas historias, pero nunca he sido capaz de aprender, y eso me da mucha pena. Porque, además de saber elegir las palabras, es necesario tener habilidad para contar de una manera muy clara y muy explicada, y una paciencia muy grande. A mí me falta por lo menos la paciencia, por lo que pido perdón.

Si yo tuviera esas cualidades, podría contar con todo detalle una historia preciosa que un día me inventé, y que, así como vais a leerla, no es más que un resumen que se dice en dos palabras… Se me tendrá que perdonar la vanidad de haber pensado que mi historia era la más bonita de todas las que se han escrito desde los tiempos de los cuentos de hadas y princesas encantadas…

¡Hace ya tanto tiempo de eso!

En el cuento que quise escribir, pero que no escribí, hay una aldea. (Ahora comienzan a aparecer algunas palabras difíciles, pero quien no las sepa, que consulte en un diccionario o que le pregunte al profesor.)

Que no se preocupen los que no conciben historias fuera de las ciudades, ni siquiera las infantiles: a mi niño héroe sus aventuras le esperan fuera del tranquilo lugar donde viven los padres, supongo que también una hermana, tal vez algún abuelo, y una parentela confusa de la que no hay noticia.

Nada más empezar la primera página, sale el niño por el fondo del huerto y, de árbol en árbol, como un jilguero, baja hasta el río y luego sigue su curso, entretenido en aquel perezoso juego que el tiempo alto, ancho y profundo de la infancia a todos nos ha permitido…

Hasta que de pronto llegó al límite del campo que se atrevía a recorrer solo. Desde allí en adelante comenzaba el planeta Marte, efecto literario del que el niño no tiene responsabilidad, pero que la libertad del autor considera conveniente para redondear la frase. Desde allí en adelante, para nuestro niño, hay sólo una pregunta sin literatura: “¿Voy o no voy?” Y fue.

El río se desviaba mucho, se apartaba, y del río ya estaba un poco harto porque desde que nació siempre lo estaba viendo. Decidió entonces cortar campo a través, entre extensos olivares, unas veces caminando junto a misteriosos setos vivos cubiertos de campanillas blancas, y otras adentrándose en bosques de altos frenos donde había claros tranquilos sin rastro de personas o animales, y alrededor un silencio que zumbaba, y también un calor vegetal, un olor de tallo fresco sangrado como una vena blanca y verde.

¡Oh, qué feliz iba el niño! Anduvo, anduvo, hasta que los árboles empezaron a escasear y era ya un erial, una tierra de rastrojos bajos y secos, y en medio una inhóspita colina redonda como una taza boca abajo.

Se tomó el niño el trabajo de subir la ladera, y cuando llegó a la cima, ¿qué vio? Ni la suerte ni la muerte, ni las tablas del destino… Era sólo una flor. Pero tan decaída, tan marchita, que el niño se le acercó, pese al cansancio.

Y como este niño es especial, como es un niño de cuento, pensó que tenía que salvar la flor. Pero ¿qué hacemos con el agua? Allí, en lo alto, ni una gota. Abajo, sólo en el río, y ¡estaba tan lejos!…

No importa.

Baja el niño la montaña,

Atraviesa el mundo todo,

Llega al gran río Nilo,

En el hueco de las manos recoge

Cuanta agua le cabía.

Vuelve a atravesar el mundo

Por la pendiente se arrastra,

Tres gotas que llegaron,

Se las bebió la flor sedienta.

Veinte veces de aquí allí,

Cien mil viajes a la Luna,

La sangre en los pies descalzos,

Pero la flor erguida

Ya daba perfume al aire,

Y como si fuese un roble

Ponía sombra en el suelo.

El niño se durmió debajo de la flor. Pasaron horas, y los padres, como suele suceder en estos casos, comenzaron a sentirse muy angustiados. Salió toda la familia y los vecinos a la búsqueda del niño perdido. Y no lo encontraron.

Lo recorrieron todo, desatados en lágrimas, y era casi la puesta de sol cuando levantaron los ojos y vieron a lo lejos una flor enorme que nadie recordaba que estuviera allí.

Fueron todos corriendo, subieron la colina y se encontraron con el niño que dormía. Sobre él, resguardándolo del fresco de la tarde, se extendía un gran pétalo perfumado, con todos los colores del arco iris.

A este niño lo llevaron a casa, rodeado de todo el respeto, como obra de milagro. Cuando luego pasaba por las calles, las personas decían que había salido de casa para hacer una cosa que era mucho mayor que su tamaño y que todos los tamaños.

Y ésa es la moraleja de la historia

Éste era el cuento que yo quería contar. Me da mucha pena no saber narrar historias para niños. Pero por lo menos ya conocéis cómo sería la historia, y podréis explicarla de otra manera, con palabras más sencillas que las mías, y tal vez más adelante acabéis sabiendo escribir historias para los niños…

¿Quién me dice que un día no leeré otra vez esta historia, escrita por tí que me lees, pero mucho más bonita?…

José Saramago

Sin fecha

miércoles, 26 de marzo de 2008

Retrato de Kafka por Alvaro Delgado
A Kafka

Suficientes razones, suficientes razones para colocar primero

un pie y luego otro.

Bajo ellos, no más grande que ellos ni más pequeña, la

inevitable sombra que se adelanta y voltea la esquina, a

tientas.

Suficientes razones, suficientes razones para desandar,

descaer, desvolar.

Suficientes razones para mirar por la ventana. Para observarla

mano que cuenta a oscuras los dedos de otra mano.

Poderosas razones para antes y después. Poderosas razones

durante.

La hoja de afeitar enmohecida es el límite.

Lasciate ogni speranza voi ch'entrate.

No se retorna de ningún lugar. Y la regla torcida lo confirma

sobre el aire totalmente recto, como un cadáver.

Y hay otras.

Palidez, sobresalto, algo de náusea.

Misterioso, obsceno chasquido del vientre que canta lo que

no sabe.

La luz a pleno cuerpo, como un portazo. Adentro y afuera.

No se sabe dónde.

Y las demás. ¿Existen? Infinitas para la duda, evidentes para la sospecha.

Dejarse arrastrar contra la corriente, como un perro.

Aprender a caminar sobre la viga podrida.

En la punta de los pies. Sobre la propia sombra.

No más grande que ellos ni más pequeña.

Uno, dos, uno, dos, uno, dos, uno.

Uno atrás, otro adelante.

Contra la pared, boca abajo, en un rincón.

Temblando, con un lívido resplandor bajo los pies, no más

grande que ellos ni más pequeño.

Tal vez, tal vez la estancada eternidad que algún alma

inocente confunde con su propio excremento.

Malolientes razones en la boca del túnel.

Y a la salida.

A la postre tantas razones como cuellos existen.

Defenderse del incendio con un hacha. Del demonio con

un hacha, de dios con un hacha.

Del espíritu y la carne con un hacha.

No habrá testigos.

Se nos ha advertido que el cielo es mudo.

A la más se escribirá, se borrará. Será olvidado.

Y ya no existirán razones suficientes para volver a colocar

un pie y luego el otro.

No obstante, bajo ellos, no más grande que ellos ni más

pequeña, la inevitable sombra se adelantará.

Y volteará la misma esquina. A tientas.

Blanca Varela

La sombra y la muerte (I)

viernes, 21 de marzo de 2008


Ya con la sombra me asombra

Lope de Vega

Pienso que sigue al eco prolongado

del mar, en su sonora voz oscura,

“aquella voluntad honesta y pura”,

lumbre que enciende mi ámbito callado.

 

De luz y no de sombra estoy cercado,

como la noche; mi pasión apura

la tiniebla sutil que me procura

vivir de claridades rodeado.

 

Padezco por anhelo de ese fuego

que, invisible, me abrasa y no me prende,

volviéndome esqueleto, espectro, escombro.

 

Ni sombra soy cuando a mirarme llego;

pues cuando en tal figura me trasciende

mi sombra no es mi sombra que es mi asombro.

 

José Bergamín 

La Fornarina

sábado, 15 de marzo de 2008


LA FORNARINA DE RAFAEL SANZIO

RAFFAEL Y LA FORNARINA DE INGRES

Jean Auguste Dominique Ingres (1780-1876)
GALARINA DE DALÍ



RAPHAEL Y LA FORNARINA SEGÚN PICASSO

Joel Peter Witkin

jueves, 13 de marzo de 2008





La Tierra se estrecha para nosotros

martes, 11 de marzo de 2008


La tierra se estrecha para nosotros. 

Nos hacina en el último pasaje 

y nos despojamos de nuestos miembros para pasar.

La tierra nos exprime. 


¡Ah, si fuéramos su trigo para morir y renacer!

 ¡Ah, si fuera nuestra madre

para apiadarse de nosotros!

 ¡Ah, si fuéramos imágenes de rocas 

que nuestro sueño portara

cual espejos! 


Hemos visto los rostros 

de los que matará el último de nosotros 

en la última defensa del alma.


Hemos llorado el cumpleaños de sus hijos. 

Y hemos visto los rostros 

de los que arrojarán a nuestros hijos

por las ventanas de este último espacio. 

Espejos que pulirá nuestra estrella.


¿Adónde iremos después de las últimas fronteras? 

¿Dónde volarán los pájaros 

después del último cielo? 

¿Dónde dormirán las plantas 

después del último aire? 


Escribiremos nuestros nombres 

con vapor teñido de carmesí, 

cortaremos la mano al canto 

para que lo complete nuestra carne.


Aquí moriremos. 

Aquí, en el último pasaje.

 Aquí o ahí... nuestra sangre plantará sus olivos.


MAHMUD DARWISH

El caballo

viernes, 7 de marzo de 2008

Estampa taurina de Francisco de Goya

Una cornada en el corazón mata al caballo,
una estocada en la misma víscera derriba al toro,
que a su vez, en derrote desesperado y vengador,
abre al lidiador el pericardio.
Puestos que todos poseen
un corazón y un sistema nervioso complicado
¿concederemos alma a los tres o a uno sólo?
Y si nos decidimos por la última disyuntiva
¿se la otorgaremos al caballo inocente,
al toro feroz
o al hombre rudo
que en vez de cultivar la tierra,
tiene por oficio destruir los animales
que ayudan a labrarla?
¿Quién es menos bruto de los tres
y el más digno de la inmortalidad del espíritu?
Para mí la cuestión no ofrece la menor duda;
el caballo.

Santiago Ramón y Cajal

La tristeza

jueves, 6 de marzo de 2008

Fotografía de María España


La tristeza ha venido como un buque vacío,

La tristeza ha encallado en mi pecho de piedra.

Me trae en sus bodegas toda una vida vieja,

Quintales de nostalgia

Y el whisky que he bebido.

La tristeza ha venido con faros apagados.

No sé de donde viene ni por qué me visita,

Yo mismo soy  un puerto donde para la noche,

El mar, como noviembre, va ya de retirada.

Somos un puerto unánime,

Puerto de tierra adentro,

Donde llegan los meses

Como veleros lánguidos.

La tristeza ha venido

Y me golpea despacio como el agua golpea

En los acantilados.

Soy un acantilado

De muertos sucesivos

y estoy aquí parado,

bajo una lluvia fina,

junto al silencio frío

del buque de la pena.

¿Cuánto dura noviembre, cuánto dura una vida,

cuánto durará un hombre que tiene ya en el pecho

ese peso dormido de los buques sin gente,

de los mares sin luna, de los mortuorios días?

 Francisco Umbral

Un teólogo en la muerte

miércoles, 5 de marzo de 2008

Fotografía de Javier Obanos

Los ángeles me comunicaron que cuando falleció Melanchton le fue suministrada en el otro mundo una casa ilusoriamente igual a la que había tenido en la tierra. (A casi todos los recién venidos a la eternidad les ocurre lo mismo y por eso creen que no han muerto.) Los objetos domésticos eran iguales: la mesa, el escritorio con sus cajones, la biblioteca. En cuanto Melanchton se despertó en ese domicilio, reanudó sus tareas literarias como si no fuera un cadáver y escribió durante unos días sobre la justificación por la fe. Como era su costumbre, no dijo una palabra sobre la caridad. Los ángeles notaron esa omisión y mandaron personas a interrogarlo. Melanchton les dijo:
-He demostrado irrefutablemente que el alma puede prescindir de la caridad y que para ingresar en el cielo basta la fe.
Esas cosas las decía con soberbia y no sabía que ya estaba muerto y que su lugar no era el cielo. Cuando los ángeles oyeron este discurso, lo abandonaron. A las pocas semanas, los muebles empezaron a afantasmarse hasta ser invisibles, salvo el sillón, la mesa, las hojas de papel y el tintero. Además, las paredes del aposento se mancharon de cal, y el piso, de un barniz amarillo. Su misma ropa ya era mucho más ordinaria. Seguía, sin embargo, escribiendo, pero como persistía en la negación de la caridad, lo trasladaron a un taller subterráneo, donde había otros teólogos como él. Ahí estuvo unos días y empezó a dudar de su tesis y le permitieron volver. Su ropa era de cuero sin curtir, pero trató de imaginarse que lo anterior había sido una mera alucinación y prosiguió elevando la fe y denigrando la caridad. Un atardecer, sintió frío. Entonces recorrió la casa y comprobó que los demás aposentos ya no correspondían a los de su habitación en la tierra. Alguno contenía instrumentos desconocidos; otro se había achicado tanto que era imposible entrar; otro no había cambiado, pero sus ventanas y puertas daban a grandes médanos. La pieza del fondo estaba llena de personas que lo adoraban y que le repetían que ningún teólogo era tan sapiente como él. Esa adoración le agradó, pero como alguna de esas personas no tenía cara y otras parecían muertas, acabó por aborrecerlas y desconfiar. Entonces determinó escribir un elogio de la caridad, pero las páginas escritas hoy aparecían mañana borradas. Eso le aconteció porque las componía sin convicción.
Recibía muchas visitas de gente recién muerta, pero sentía vergüenza de mostrarse en un alojamiento tan sórdido. Para hacerles creer que estaba en el cielo, se arregló con un brujo de los de la pieza del fondo, y éste los engañaba con simulacros de esplendor y de serenidad. Apenas las visitas se retiraban reaparecían la pobreza y la cal, y a veces un poco antes.
Las últimas noticias de Melanchton dicen que el brujo y uno de los hombres sin cara lo llevaron hacia los médanos y que ahora es como un sirviente de los demonios.

Café

sábado, 1 de marzo de 2008

Fotografía de Abraxas MADT

Negro néctar

Amargo como la memoria,

Dulce como los recuerdos,

Filtro del amor eterno

Que me llega de tus mano

Cada amanecer,

Salutación del nuevo día,

Comienzo de la jornada.

Los vapores que le acompañan,

le siguen, o preceden,

Traen consigo el furor de las batallas,

El aroma de momentos repartidos,

El sabor de las noches en desvelo,

La zozobra de las fiebres de los hijos,

Lecturas de poemas a altas horas,

Veces que nos rendimos,

Las victorias,

Las derrotas,

Los fantasmas,

Los augurios…

Poción, bebedizo, pócima, brebaje

Que oculta los hechizos,

Ofrenda mística

Más de dioses que de hombres,

Licor que se brinda a los amigos,

Que aleja el sueño

Y deleita a los sentidos.

Mágico elixir,

Sombra entre dos mundos,

Sitio donde te encuentro

Aún si estás lejos

Desde la memoria de veinte años compartidos.

Marié Rojas Tamayo