Rostros de mujer

jueves, 31 de mayo de 2007

La mujer de luto

Era un poeta, amigo de la soledad y de la tristeza. En los días grises de la vida, su afán por encontrarse solo se exacerbaba, y como la contemplación de los alrededores madrileños anegaba su espíritu de punzante melancolía, iba al Retiro en busca de impresiones más dulces, y allá, en una plazoleta redonda, en medio de la cual se veía una hermosa fuente con amorcillos montados sobre tritones, se sentaba en un banco y miraba al cielo y a las nubes, y los árboles, y los chorros de agua que salían de la boca de cuatro tortugas de bronce para caer en el interior de unas conchas.
Un día alegre de primavera se sentó en el sitio de costumbre. El viento era fuerte y tosco; los árboles, todavía sin hojas, mostraban sus ramas llenas de brotes hinchados; las violetas esmaltaban los bordes de los senderos con sus colores humildes; los pensamientos mostraban sus pétalos aterciopelados, en los cuales, de lejos, parecía adivinarse caras humanas...
Una jovencita, acompañada de su aya, pasó junto al poeta y se sentó en un banco cercano. Era una niña: tenía en la mirada algo de la claridad de la aurora, lo indefinible del misterio de la cencia que pugna por desaparecer...
Por curiosidad y por infantil coquetería, la niña dirigió al poeta una dulce y animadora sonrisa, y al levantarse, con los ojos le dijo que la siguiera.
La siguió... Llegaron a la puerta del Retiro él, entonces, comenzó a vacilar, se decidió por fin, y en vez de marchar tras de la hermosa niña que le sonreía con dulzura, tomó otra dirección y se alejó, sombrío, hasta perderse de vista.
En los comienzos del verano, en la misma plazoleta en cuyo centro se veía la fuente adornada con amorcillos, el poeta amigo de la soledad y de la tristeza admiró varias veces a una muchacha hermosa, exuberante de salud y de vida. Horas enteras pasó mirándola, sin atreverse a decirla una palabra, con el corazón turbado por intensas sensaciones.
Un día, aprovechando una ocasión, venciendo sus timideces, la habló; la habló con entusiasmo. Era una mañana húmeda, tibia, bañada por el rocío; el cielo era azul, el sol doraba el follaje brillante de los árboles y caía en manchas amarillas sobre el oscuro césped.
— ¿No podré esperar? —la preguntó el poeta. Ella callaba; dibujaba rayas y rayas en la arena con la sombrilla, y sonreía.
Pasaban por su lado turbas de chiquillos traviesos; alguno que otro vago solitario les contemplaba con algo de curiosidad y de envidia. Los gorriones saltaban en la hierba y piaban en los árboles; las hojas tenían, al ser movidas por el viento, un dulce murmullo suave.
---¿podré esperar? —volvió a preguntar el poeta.
Ella callaba, levantaba sus ojos hacia él, y, sonriendo, volvía a mirar al suelo.
De lejos llegaba, lento y melancólico, un rumor, en el cual se mezclaban los gritos de los vendedores de claveles, el ruido amortiguado de coches y tranvías, el tañido de una campana y el silbido de un tren. Pasaban como flechas, lanzando destellos al sol, moscardones negruzcos y mariposas de tortuoso vuelo y de variados colores: el aire arrastraba por el suelo pedacillos de hojas; en los árboles chirriaban las cigarras; un lamento lejano, intenso, rítmico como el latido de un corazón llegado no sé de dónde, vibraba en el aire y embotaba los sentidos, produciendo una extraña y lánguida angustia. La brisa vertía en sus ráfagas gérmenes de amores y de vida.
— ¿Podré esperar? —volvió a decir, tímidamente, el poeta.
—Mañana le daré una contestación —contestó ella, sonriendo.
Al día siguiente el poeta no fue al Retiro.
Una tarde, perseguido por sus tristezas, volvió a su paseo predilecto, y se dirigió hacia los sitios de costumbre.
La tarde era de otoño; la tierra estaba mojada por las lluvias de los días anteriores; el cielo, de un azul pálido, estaba lleno de nubes blancas. Los árboles, ya de poco espeso follaje, dejaban ver en lo alto de sus copas el entrecruzamiento de las ramas negras; aún les quedaba alguna que otra mancha verde entre los tonos rojizos de las hojas mustias y secas. Los troncos de los árboles se alineaban, oscuros, sobre la alfombra amarillenta de hojas caídas que cubría la hierba; aquí y allá brillaban claridades blancas del sol al reflejarse en la arena de los paseos.
En el banco de la plazoleta vio el poeta dos mujeres, seguramente madre e hija, las dos vestidas de negro; la madre afligida; la hija, pálida, llorosa y triste.
El cielo se nublaba a cada momento; luego el sol salía sin fuerza, dibujando en el suelo sombras sin contornos. El mismo lamento lejano, intenso, rítmico como el latido de un corazón, veía en el viento; pero lleno de quejidos de otoño, de voces de decadencia que hablaba en el alma de la muerte. Una locomotora silbaba a lo lejos, tañía una campana y las hojas secas jugueteaban en el aire.
La madre trataba de consolar a su hija, y la hija lloraba, amargamente, hermosa, más hermosa que nunca, porque las lágrimas y la tristeza dan un encanto misterioso a las mujeres, como las lluvias y las nieblas a los paisajes intelectuales del Norte.
El poeta la siguió anhelante, loco, súbitamente enamorado de ella, sabiendo que era lo imposible y lo arcano.
Y la busca siempre, siempre; a la única amada; porque es imposible y porque es triste, y la busca siempre...
Con la mirada extraviada y loca, la busca siempre y no la ve nunca; no la ve nunca, porque quizá no es más que un reflejo de su espíritu.

Pio Baroja

Balada del ausente

miércoles, 30 de mayo de 2007

Entonces no me des un motivo por favor
No le des conciencia a la nostalgia,
La desesperación y el juego.
Pensarte y no verte
Sufrir en ti y no alzar mi grito
Rumiar a solas, gracias a ti, por mi culpa,
En lo único que puede ser
Enteramente pensado
Llamar sin voz porque Dios dispuso
Que si Él tiene compromisos
Si Dios mismo le impide contestar
Con dos dedos el saludo
Cotidiano, nocturno, inevitable
Es necesario aceptar la soledad,
Confortarse hermanado
Con el olor a perro, en esos días húmedos del sur,
En cualquier regreso
En cualquier hora cambiable del crepúsculo
Tu silencio
Y el paso indiferente de Dios que no ve ni saluda
Que no responde al sombrero enlutado
Golpeando las rodillas
Que teme a Dios y se preocupa
Por lo que opine, condene, rezongue, imponga.
No me des conciencia, grito, necesidad ni orden.
Estoy desnudo y lejos, lo que me dejaron
Giro hacia el mundo y su secreto de musgo,
Hacia la claridad dolorosa del mundo,
Desnudo, sólo, desarmadobamboleo mi cuerpo enmagrecido
Tropiezo y avanzo
Me acerco tal vez a una frontera
A un odio inútil, a su creciente miseria
Y tampoco es consuelo
Esa dulce ilusión de paz y de combate
Porque la lejanía
No es ya, se disuelve en la espera
Graciosa, incomprensible, de ayudarme
A vivir y esperar.
Ningún otro país y para siempre.
Mi pie izquierdo en la barra de bronce
Fundido con ella.
El mozo que comprende, ayuda a esperar, cree lo que ignora.
Se aceptan todas las apuestas:
Eternidad, infierno, aventura, estupidez
Pero soy mayor
Ya ni siquiera creo,
En romper espejos
En la noche
Y lamerme la sangre de los dedos
Como si la hubiera traído desde allí
Como si la salobre mentira se espesara
Como si la sangre, pequeño dolor filoso,
Me aproximara a lo que resta vivo, blando y ágil.
Muerto por la distancia y el tiempo
Y yo la, lo pierdo, doy mi vida,
A cambio de vejeces y ambiciones ajenas
Cada día más antiguas, suciamente deseosas y extrañas.
Volver y no lo haré, dejar y no puedo.
Apoyar el zapato en el barrote de bronce
Y esperar sin prisa su vejez, su ajenidad, su diminuto no ser.
La paz y después, dichosamente, en seguida, nada.
Ahí estaré. El tiempo no tocará mi pelo, no inventará arrugas, no me inflará las mejillas
Ahí estaré esperando una cita imposible, un encuentro que no se cumplirá.
Juan Carlos Onetti

Migration: Sebastiao Salgado

martes, 29 de mayo de 2007

Prefiero el dulce afán de lo gozado

...si para estar enamorado
fue menester haber estado herido...
Francisco Luis Bremúdez

Prefiero el dulce afán de lo gozado

al cruel dolor de haberme arrepentido.

Prefiero lo soñado, aunque mentido,

y más lo que intentaré y lo que he logrado.



Prefiero a lo seguro, lo arriesgado;

a lo sagrado, siempre lo prohibido.

Más que en lo razonado, es en lo intuido

donde su andar mi brújula ha orientado.



Prefiero la efusión a la tibieza,

el vértigo brutal de la locura,

a fría sensatez y su pobreza.



Prefiero del amor la quemadura

al páramo sin fin de la tristeza,

aunque llene mi boca de amargura

Carmen González Huguet

Ilusiones

Una vez metieron un elefante en un salón amplio y oscuro. En las oscuridad no se sabía de qué se trataba, porque las formas del paquidermo no se veían.
En la habitación entraron cuatro personas, invitadas por el dueño de la casa. El hombre conocía su reputación y sabía que eran grandes sabios. De modo que había decidido ponerles a prueba: ¿descubrirían que se trataba de un elefante a pesar de la oscuridad?«Ahora veremos si son tan sabios como dicen o si el conocimiento que se atribuyen es pura ficción», decía el hombre para sus adentros.
En el salón la oscuridad era total, y los sabios caminaban a tientas.Uno de ellos se acercó al elefante, le tocó una oreja y enseguida emitió su juicio:
—¡Está claro, amigos! ¡Es un abanico enorme!
Otro avanzó, en parte por ganas de discutir con su colega, y en parte porque la hipótesis le parecía apresurada.Pero él también exclamó enseguida que había comprendido qué clase de objeto era. Después de tocar una pata del elefante y comprobar que estaba dura, dijo que se trataba de una columna.
Le llegó el turno al tercer erudito, que en la oscuridad del salón tocó el lomo del elefante.
—¡Ya lo tengo! Los dos estáis equivocados, queridos colegas. No es un abanico ni una columna. ¡Es un trono, de un tamaño descomunal
!También él estaba convencido de sus afirmaciones y negaba las de los demás.
El último del grupo (que también era el más sabio) se acercó al elefante y acarició su tronco rugoso e imponente.
—¡Decís que es un abanico, una columna o un trono. Yo estaba a punto de decir que es... ¡pero me callo, porque no entiendo nada!
El dueño de la casa convocó a los sabios y les dijo cordialmente:
—No habéis sido capaces de descubrir que era un elefante, pero de todos modos me habéis dado una valiosa lección.

RUMI

Maurice Jarre - Doctor Zhivago

lunes, 28 de mayo de 2007

Paloma

“Blanca paloma, que en mis hogares
posas tu vuelo, cuéntame amor,
si de mi hermana tristes pesares
velan su amante fiel corazón’’.
Manuel Murguía

Las cuatro estaciones de A. Vivaldi (con Anne-Sophie Mutter)

jueves, 24 de mayo de 2007

Aniversario

Hoy hace un año, justamente un año.
Y llueve como entonces en el atardecer.
Y es una lluvia lenta, tan lenta que hace daño,
porque casi no llueve ni deja de llover.
Mi pena es una pena sin tamaño,
en el tamaño triste de un nombre de mujer,
aunque la gente pasa sin saber que hace un año,
y aunque la lluvia ignora que llueve como ayer...
José Ángel Buesa

Curanto en olla con milcaos

viernes, 18 de mayo de 2007

Los frutos de la tierra
“Cómo sube la tierra por el maíz buscado
lechosa luz, cabellos, marfil endurecido,
la primorosa red de la espiga madura
y todo el reino de oro que se va desgranando".

Quiero comer cebollas, tráeme del mercado
una, un globo colmado de nieve cristalina,
que transformó la tierra en cera y equilibrio
como una bailarina detenida en su vuelo.
Dame unas codornices de cacería, oliendo
a musgo de las selvas, un pescado vestido
como un rey, destilando profundidad mojada
sobre la fuente
habiendo pálidos ojos de oro
bajo el mal triplicado pezón de los limones.

Vámonos, y bajo el castaño la fogata
dejará su tesoro blanco sobre las brasas,
y un cordero con toda su ofrenda irá dorando
su linaje hasta ser ámbar para tu boca.

Dadme todas las cosas de la tierra, torcazas
recién caídas, ebrias de racimos salvajes,
dulces angulas que al morir, fluviales,
alargaron sus perlas diminutas,
Y una bandeja de ácidos erizos
darán su anaranjado submarino
al fresco firmamento de lechugas.

Y antes de que la liebre marinada
llene de aromas el aire del almuerzo
como silvestre fuga de sabores,
a las ostras del Sur, recién abiertas,
en sus estuches de esplendor salado,
va mi beso empapado en las sustancias
de la tierra que amo y que recorro
con todos los caminos de mi sangre.
Pablo Neruda

Eric Clapton - Tears in Heaven

jueves, 17 de mayo de 2007

Chercanes

Me gustaría que no desconfiárais: es verano,
el agua me regó y levantó un deseo
como una rama, un canto mío me sostiene
como un tronco arrugado, con ciertas cicatrices.
Minúsculos, amados, venid a mi cabeza.
Anidad en mis hombros en los que pasea
el fulgor de un lagarto, en mis pensamientos
sobre los que han caído tantas hojas,
oh círculos pequeños de la dulzura, granos
de alado cereal, huevecillo emplumado,
formas purísimas en que el ojo
certero dirige vuelo y vida,
aquí, unidad en mi oreja, desconfiados
y diminutos: ayudadme:
quiero ser más pájaro cada día. (!!!!!!!!)
Pablo Neruda

Y ahora tú pasas la mano osadamente

lunes, 14 de mayo de 2007


Nunca había amado tanto
una ciudad,
esta ciudad convicta y sabedora
-centinela puntual de nuestras huellas-,
sus calles secundarias,
sus miradores colmados de caricias,
sus escaparates
apagados por la noche,
esos que recorrí con mi espalda
recibiendo tu boca descarriada
contra la mía,
sus bares clandestinos,
sus esquinas huérfanas de semáforos
y gozosas
con nuestro tacto de ciegos depravados,
sus parques de madrugada,
su silencio de agosto rendido
a la gloria sin sábanas y sin prisa
de nuestro pecado.
No hay pájaros
en la memoria de tus besos prohibidos,
hay un claxon perdido como un eco
de gemido, hay un timbre, un ascensor
encabalgado entre dos pisos,
camareros de labios sellados
y faros suicidas
como nosotros.
Si tuvieran brazos las calzadas desnudas
me estrecharían, como tú,
en las noches de verano.
Esta ciudad no tiene secretos para mí,
ni uno solo de sus rincones
me es extraño.
Salgo a sus calles y te deseo
sin remedio.

Magdalena Lasala

Robbie Williams: Advertising space

viernes, 11 de mayo de 2007

Árgoma


no entiendo cómo no han prohibido morir
a los 25 años
y han dejado al hombre mudo ante
el eco imprenetrable
de los días,
con el fondo de la vida atafagándole
las sienes,
examinando boca abajo su
certificado de irrealidad,
inerme,
extendiendo torpemente
los brazos
tras un reguero de
ausencias

Francisco Javier Irazoki

Aparición en la niebla

jueves, 10 de mayo de 2007

La felicidad

Era la hora del té, antes que trajeran las luces. La ciudad dominaba el mar; el sol, que acababa de ponerse, había dejado el cielo rosa a su paso, salpicado de polvo de oro; y el Mediterráneo, sin una arruga, sin un estremecimiento, todavía resplandeciente bajo el día agonizante, parecía una interminable plancha de metal pulimentado.
Lejos, a la derecha, las montañas escarpadas dibujaban su perfil negro sobre el púrpura pálido del poniente.
Se hablaba del amor, se discutía sobre este viejo tema, volviéndose a decir las cosas ya dichas tantas veces. La suave melancolía del crepúsculo hacía pesadas las palabras, produciendo un sentimiento de ternura en las almas, y aquella palabra, “amor”, constantemente pronunciada, tan pronto por la voz fuerte de un hombre como por una voz femenina de timbre ligero, parecía llenar el saloncito, en el que revoloteaba como un pájaro, pesando en su atmósfera como una aparición.
¿Se puede amar durante muchos años seguidos?
-Sí -decían algunos.
-No -aseguraban otros.
Distinguían los diversos casos, establecían diferencias, se citaban ejemplos; y todos, hombres y mujeres, estaban llenos de recuerdos que les volvían y turbaban, pero que no podían citar aunque los tenían a flor de labios, y parecían emocionados, hablaban de aquel tema vulgar y soberano, del acuerdo tierno y misterioso de dos seres, con una emoción honda y un interés ardiente.
De pronto, alguien, con la mirada fija en un punto lejano, exclamó:
-¡Miren allí! ¿Qué es aquello?
Sobre el mar, en el horizonte, surgía una masa gris, enorme y confusa.
Las mujeres se levantaron y contemplaron sin comprender aquel fenómeno sorprendente que jamás habían visto.
Alguien dijo:
-Es Córcega. Se la ve así dos o tres veces al año en ciertas condiciones atmosféricas excepcionales, cuando el aire, de una limpidez perfecta, no la oculta con esas brumas de vapor que siempre velan las lejanías.
Vagamente, se distinguían las crestas de las montañas, donde creyeron reconocer la nieve. Todos quedaron sorprendidos, turbados, casi asustados por aquella brusca aparición de una tierra, por aquel fantasma salido del mar. Así debieron de ser las extrañas visiones que tuvieron los navegantes que, como Colón, partieron a través de los océanos inexplorados.
Entonces, un anciano caballero, que aún no había hablado, dijo:
-En esa isla que se alza ante nosotros como para responder a lo que estábamos diciendo y despertar en mi memoria un curioso recuerdo, conocí un ejemplo admirable de un amor constante, inverosímilmente feliz. Se lo contaré. Hace cinco años hice un viaje a Córcega. Es una isla salvaje, más desconocida y lejana de nosotros que América, a pesar de que a veces se la vea desde las costas de Francia, como hoy. Imagínense un mundo todavía en el caos, un mar de montañas separadas por angostos barrancos por los que corren torrentes; no hay llanuras, sino inmensas olas de granito y gigantescas ondulaciones de tierra cubiertas de matorrales o de umbrosos bosques de castaños y pinos. Es un suelo virgen, inculto, desierto, aunque a veces se descubra un pueblo, que parece un amontonamiento de rocas en la cima de un monte. No hay cultivos, ni industrias, ni arte. Jamás se encuentra un trozo de madera tallada, un fragmento de piedra esculpida, ni hay huellas del gusto infantil o refinado de los antepasados por las cosas graciosas y bellas. Es esto precisamente lo que más choca en aquel soberbio y duro país: la indiferencia hereditaria por esa búsqueda de formas seductoras que se llama arte. Italia, donde cada palacio, lleno de obras maestras, es una obra maestra por sí mismo; donde el mármol, la madera, el bronce, el hierro, los metales y las piedras atestiguan el genio del hombre; donde los más pequeños objetos antiguos que se encuentran en las casas viejas revelan esa divina preocupación por la gracia, es para todos nosotros la patria sagrada a la que se ama porque nos muestra y nos prueba el esfuerzo, la grandeza, la potencia y el triunfo de la inteligencia creadora. Frente a ella, la ruda Córcega se ha conservado como en sus primeros días. El hombre vive allí en su tosca casa, indiferente a todo lo que no afecte a su propia existencia o a sus querellas de familia. Ha conservado los defectos y las cualidades de las razas incultas, violento, rencoroso, inconscientemente sanguinario, pero también hospitalario, generoso, leal, ingenuo, capaz de abrir sus puertas a los caminantes y de dar su fiel amistad a la menor muestra de simpatía. Hacía un mes que vagaba a través de esta isla magnífica, con la sensación de que estaba en los confines del mundo. No había ni posadas, ni tabernas, ni carreteras. Llegaba, por senderos de mulas, a esas aldeas que se sujetan en las laderas de las montañas y desde las que se dominan abismos tortuosos de cuyas profundidades sube por la noche el rumor continuo, la voz sorda y honda del torrente. Llamaba a las puertas de las casas, y pedía un refugio para la noche y algo de comer hasta el día siguiente. Me sentaba a la humilde mesa y dormía bajo un techo humilde; a la mañana siguiente, estrechaba la mano que me tendía el huésped, el cual me conducía hasta los límites del pueblo. Una noche, tras diez horas de camino, llegué a una casita aislada en el fondo de un pequeño valle que se abría al mar una legua más abajo. Las dos vertientes montañosas, cubiertas de matorrales, de rocas desmoronadas y de grandes árboles, cerraban como dos murallas sombrías aquel barranco lamentablemente triste. En torno a la choza, un viñedo y un pequeño huerto, y un poco más lejos, varios grandes castaños: lo suficiente, en fin, para vivir, y una fortuna para aquel país pobre. La mujer que me recibió era vieja, grave y limpia, excepcionalmente. El hombre, sentado en una silla de paja, se levantó para saludarme y se volvió a sentar sin decir una palabra. Su compañera me dijo:
-Perdónele, se ha quedado sordo. Tiene ya ochenta y dos años.
Me sorprendió que hablara el francés de Francia.
-¿Son ustedes de Córcega?
Ella me respondió:
-No. Somos del continente. Pero hace cincuenta años que vivimos aquí.
Una sensación de angustia y de espanto se apoderó de mí al pensar en aquellos cincuenta años transcurridos en un lugar tan sombrío, tan alejado de las ciudades donde vive la gente. Llegó un viejo pastor, y nos pusimos a comer el único plato de la cena: una sopa espesa en la que habían hervido todo junto: patatas, tocino y coles. Al acabar la breve comida, fui a sentarme ante la puerta, con el corazón sobrecogido por la melancolía del triste paisaje, oprimido por esa angustia que se apodera a veces de los viajeros ciertas noches tristes en ciertos lugares desolados. Parece como si todo, la existencia y el universo, estuviera a punto de acabar. Bruscamente se descubre la horrible miseria de la vida, el aislamiento de todos, la nada de todo y la negra soledad del corazón, que se mece y se engaña a sí mismo con sueños hasta la muerte. La vieja se acercó a mí y, con esa curiosidad que vive siempre en el fondo de las almas más resignadas, me preguntó:
-¿Viene usted de Francia, entonces?
-Sí, viajo por gusto.
-¿Será usted de París, quizá?
-No, soy de Nancy.
Me pareció que la agitaba una extraordinaria emoción. Ignoro cómo lo sentí. Ella repitió con voz lenta:
-¿Es usted de Nancy?
En la puerta apareció el hombre, con esa impasibilidad de los sordos.
-No importa. No oye nada -dijo ella. Luego, al cabo de unos segundos, añadió:
-Entonces, conocerá usted a mucha gente en Nancy.
-Sí, a casi todo el mundo.
-¿Conoce a la familia de Sainte-Allaize?
-Sí, muy bien. Eran amigos de mi padre.
-¿Cómo se llama usted?
Le dije mi nombre. Me miró fijamente, y luego, con esa voz de quien evoca sus recuerdos, me dijo:
-Sí, sí, me acuerdo. ¿Y los Brisemare? ¿Qué fue de ellos?
-Murieron todos.
-¡Ah! ¿Conocía a los Sirmont?
-Sí, el último es general.
Entonces, estremeciéndose de emoción y de angustia, por algún sentimiento confuso, poderoso y sagrado, por no sé qué deseo de confesar, de decirlo todo, de hablar de cosas que había tenido hasta aquel momento encerradas en el fondo de su corazón, y también de todas aquellas personas cuyo nombre agitaba su espíritu, me dijo:
-Sí, ya sé: Henri de Sirmont. Es mi hermano.
Alcé mis ojos hasta ella, sobrecogido de sorpresa. Y, de pronto, lo recordé todo. Tiempo atrás había sido un escándalo en la noble Lorena. Una muchacha, bella y rica, Suzanne de Sirmont, había sido raptada por un suboficial de húsares del regimiento que mandaba su padre. Era un guapo mozo, hijo de campesinos, pero que sabía llevar muy bien el dormán, aquel soldado que sedujo a la hija de su coronel. Se debió fijar en él y enamorarse, viendo desfilar los escuadrones. Pero ¿cómo le habló, cómo pudieron verse, comprenderse? ¿Cómo se atrevió ella a hacerle comprender que le amaba? No se pudo saber. Nada logró adivinarse, y nadie lo presentía. Una noche, cuando el soldado acababa de cumplir su servicio, desapareció con ella. Los buscaron, pero no lograron encontrarlos. Jamás se tuvo noticias de ella, y la consideraron como muerta. Y yo la volvía a encontrar de aquella forma, en aquel siniestro valle.
-Sí, sí, ahora me acuerdo -le dije, a mi vez-. Usted es la señorita Suzanne.
Ella dijo que sí con la cabeza. Caían lágrimas de sus ojos. Entonces, señalándome con una mirada al anciano inmóvil a la puerta de su casucha, me dijo:
-Es él.
Y me di cuenta de que lo seguía queriendo, de que lo veía aún con sus ojos de seducida. Le pregunté:
-¿Ha sido usted feliz, por lo menos?
Ella me respondió, con una voz que le salía dél corazón:
-Sí, muy feliz. Me ha hecho muy feliz. Jamás he lamentado nada.
La contemplé, triste, sorprendido, maravillado por el poder del amor. Aquella señorita rica se había marchado con aquel hombre, con aquel campesino. Se había transformado ella misma en campesina. Se había acostumbrado a su vida sin encantos, sin lujo, sin delicadeza de ninguna clase; se había doblegado a sus costumbres sencillas. Y todavía lo amaba. Se había transformado en una aldeana con gorro, con falda de paño. Comía en un plato de barro sobre una mesa de madera, sentada en una silla de paja, un guiso de coles y patatas con tocino. Se acostaba en un jergón junto a él. ¡Y nunca había pensado en nada, sino en él! No había echado de menos ni las joyas, ni las finas telas, ni las elegancias, ni la blandura de los asientos, ni la tibieza perfumada de las alcobas cubiertas de tapices, ni la suavidad de los colchones de pluma donde los cuerpos se hunden para el reposo. Nunca había necesitado más que a él; su presencia colmaba sus deseos. Había abandonado la vida de muy joven, y la sociedad, y a todos los que la habían criado y querido. Sola con él, se había ido a aquel barranco salvaje. Y él lo había sido todo en su vida, todo lo que se desea, todo lo que se sueña, todo lo que se espera sin cesar, todo lo que se ansía sin límites. Le había llenado de dicha la existencia. No habría podido ser más feliz. Y durante toda la noche, oyendo el ronquido sordo del viejo soldado tendido sobre su yacija junto a la mujer que lo había seguido hasta tan lejos, pensé en aquella extraña y sencilla aventura, en aquella felicidad tan completa, hecha de tan poco. Y me marché al amanecer, tras haber estrechado la mano a los dos ancianos esposos.
El narrador se calló.
Una mujer dijo:
-No demuestra nada. Esa mujer tenía un ideal demasiado fácil, necesidades demasiado primitivas y exigencias demasiado sencillas. Tenía que ser una necia.
Otra, lentamente, dijo:
-¿Y qué importa? Fue feliz.
Y lejos, al final del horizonte, Córcega se hundía en la noche, volvía a entrar lentamente en el mar, borrándose su gran sombra aparecida como para contar por sí misma la historia de los dos humildes amantes que se habían refugiado en su costa.

Guy de Maupassant

Nabuco de G. Verdi

jueves, 3 de mayo de 2007

El Gesto de la Muerte

miércoles, 2 de mayo de 2007


Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahan.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:
-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahan.

Jean Cocteau*

Sólo la muerte


Hay cementerios solos,

tumbas llenas de huesos sin sonido,

el corazón pasando un túnel

oscuro, oscuro, oscuro,

como un naufragio hacia adentro nos morimos,

como ahogarnos en el corazón,

como irnos cayendo desde la piel del alma.



Hay cadáveres,

hay pies de pegajosa losa fría,

hay la muerte en los huesos,

como un sonido puro,

como un ladrido de perro,

saliendo de ciertas campanas, de ciertas tumbas,

creciendo en la humedad como el llanto o la lluvia.



Yo veo, solo, a veces,

ataúdes a vela

zarpar con difuntos pálidos, con mujeres de trenzas muertas,

con panaderos blancos como ángeles,

con niñas pensativas casadas con notarios,

ataúdes subiendo el río vertical de los muertos,

el río morado,

hacia arriba, con las velas hinchadas por el sonido de la muerte,

hinchadas por el sonido silencioso de la muerte.



A lo sonoro llega la muerte

como un zapato sin pie, como un traje sin hombre,

llega a golpear con un anillo sin piedra y sin dedo,

llega a gritar sin boca, sin lengua, sin garganta.



Sin embargo sus pasos suenan

y su vestido suena, callado como un árbol.



Yo no sé, yo conozco poco, yo apenas veo,

pero creo que su canto tiene color de violetas húmedas,

de violetas acostumbradas a la tierra,

porque la cara de la muerte es verde,

y la mirada de la muerte es verde,

con la aguda humedad de una hoja de violeta

y su grave color de invierno exasperado.



Pero la muerte va también por el mundo vestida de escoba,

lame el suelo buscando difuntos;

la muerte está en la escoba,

en la lengua de la muerte buscando muertos,

es la aguja de la muerte buscando hilo.



La muerte está en los catres:

en los colchones lentos, en las frazadas negras

vive tendida, y de repente sopla:

sopla un sonido oscuro que hincha sábanas,

y hay camas navegando a un puerto

en donde está esperando, vestida de almirante.
Pablo Neruda