Nunca había amado tanto
una ciudad,
esta ciudad convicta y sabedora
-centinela puntual de nuestras huellas-,
sus calles secundarias,
sus miradores colmados de caricias,
sus escaparates
apagados por la noche,
esos que recorrí con mi espalda
recibiendo tu boca descarriada
contra la mía,
sus bares clandestinos,
sus esquinas huérfanas de semáforos
y gozosas
con nuestro tacto de ciegos depravados,
sus parques de madrugada,
su silencio de agosto rendido
a la gloria sin sábanas y sin prisa
de nuestro pecado.
No hay pájaros
en la memoria de tus besos prohibidos,
hay un claxon perdido como un eco
de gemido, hay un timbre, un ascensor
encabalgado entre dos pisos,
camareros de labios sellados
y faros suicidas
como nosotros.
Si tuvieran brazos las calzadas desnudas
me estrecharían, como tú,
en las noches de verano.
Esta ciudad no tiene secretos para mí,
ni uno solo de sus rincones
me es extraño.
Salgo a sus calles y te deseo
sin remedio.
una ciudad,
esta ciudad convicta y sabedora
-centinela puntual de nuestras huellas-,
sus calles secundarias,
sus miradores colmados de caricias,
sus escaparates
apagados por la noche,
esos que recorrí con mi espalda
recibiendo tu boca descarriada
contra la mía,
sus bares clandestinos,
sus esquinas huérfanas de semáforos
y gozosas
con nuestro tacto de ciegos depravados,
sus parques de madrugada,
su silencio de agosto rendido
a la gloria sin sábanas y sin prisa
de nuestro pecado.
No hay pájaros
en la memoria de tus besos prohibidos,
hay un claxon perdido como un eco
de gemido, hay un timbre, un ascensor
encabalgado entre dos pisos,
camareros de labios sellados
y faros suicidas
como nosotros.
Si tuvieran brazos las calzadas desnudas
me estrecharían, como tú,
en las noches de verano.
Esta ciudad no tiene secretos para mí,
ni uno solo de sus rincones
me es extraño.
Salgo a sus calles y te deseo
sin remedio.
Magdalena Lasala
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