Era un poeta, amigo de la soledad y de la tristeza. En los días grises de la vida, su afán por encontrarse solo se exacerbaba, y como la contemplación de los alrededores madrileños anegaba su espíritu de punzante melancolía, iba al Retiro en busca de impresiones más dulces, y allá, en una plazoleta redonda, en medio de la cual se veía una hermosa fuente con amorcillos montados sobre tritones, se sentaba en un banco y miraba al cielo y a las nubes, y los árboles, y los chorros de agua que salían de la boca de cuatro tortugas de bronce para caer en el interior de unas conchas.
Un día alegre de primavera se sentó en el sitio de costumbre. El viento era fuerte y tosco; los árboles, todavía sin hojas, mostraban sus ramas llenas de brotes hinchados; las violetas esmaltaban los bordes de los senderos con sus colores humildes; los pensamientos mostraban sus pétalos aterciopelados, en los cuales, de lejos, parecía adivinarse caras humanas...
Una jovencita, acompañada de su aya, pasó junto al poeta y se sentó en un banco cercano. Era una niña: tenía en la mirada algo de la claridad de la aurora, lo indefinible del misterio de la cencia que pugna por desaparecer...
Por curiosidad y por infantil coquetería, la niña dirigió al poeta una dulce y animadora sonrisa, y al levantarse, con los ojos le dijo que la siguiera.
La siguió... Llegaron a la puerta del Retiro él, entonces, comenzó a vacilar, se decidió por fin, y en vez de marchar tras de la hermosa niña que le sonreía con dulzura, tomó otra dirección y se alejó, sombrío, hasta perderse de vista.
En los comienzos del verano, en la misma plazoleta en cuyo centro se veía la fuente adornada con amorcillos, el poeta amigo de la soledad y de la tristeza admiró varias veces a una muchacha hermosa, exuberante de salud y de vida. Horas enteras pasó mirándola, sin atreverse a decirla una palabra, con el corazón turbado por intensas sensaciones.
Un día, aprovechando una ocasión, venciendo sus timideces, la habló; la habló con entusiasmo. Era una mañana húmeda, tibia, bañada por el rocío; el cielo era azul, el sol doraba el follaje brillante de los árboles y caía en manchas amarillas sobre el oscuro césped.
— ¿No podré esperar? —la preguntó el poeta. Ella callaba; dibujaba rayas y rayas en la arena con la sombrilla, y sonreía.
Pasaban por su lado turbas de chiquillos traviesos; alguno que otro vago solitario les contemplaba con algo de curiosidad y de envidia. Los gorriones saltaban en la hierba y piaban en los árboles; las hojas tenían, al ser movidas por el viento, un dulce murmullo suave.
---¿podré esperar? —volvió a preguntar el poeta.
Ella callaba, levantaba sus ojos hacia él, y, sonriendo, volvía a mirar al suelo.
De lejos llegaba, lento y melancólico, un rumor, en el cual se mezclaban los gritos de los vendedores de claveles, el ruido amortiguado de coches y tranvías, el tañido de una campana y el silbido de un tren. Pasaban como flechas, lanzando destellos al sol, moscardones negruzcos y mariposas de tortuoso vuelo y de variados colores: el aire arrastraba por el suelo pedacillos de hojas; en los árboles chirriaban las cigarras; un lamento lejano, intenso, rítmico como el latido de un corazón llegado no sé de dónde, vibraba en el aire y embotaba los sentidos, produciendo una extraña y lánguida angustia. La brisa vertía en sus ráfagas gérmenes de amores y de vida.
— ¿Podré esperar? —volvió a decir, tímidamente, el poeta.
—Mañana le daré una contestación —contestó ella, sonriendo.
Al día siguiente el poeta no fue al Retiro.
Una tarde, perseguido por sus tristezas, volvió a su paseo predilecto, y se dirigió hacia los sitios de costumbre.
La tarde era de otoño; la tierra estaba mojada por las lluvias de los días anteriores; el cielo, de un azul pálido, estaba lleno de nubes blancas. Los árboles, ya de poco espeso follaje, dejaban ver en lo alto de sus copas el entrecruzamiento de las ramas negras; aún les quedaba alguna que otra mancha verde entre los tonos rojizos de las hojas mustias y secas. Los troncos de los árboles se alineaban, oscuros, sobre la alfombra amarillenta de hojas caídas que cubría la hierba; aquí y allá brillaban claridades blancas del sol al reflejarse en la arena de los paseos.
En el banco de la plazoleta vio el poeta dos mujeres, seguramente madre e hija, las dos vestidas de negro; la madre afligida; la hija, pálida, llorosa y triste.
El cielo se nublaba a cada momento; luego el sol salía sin fuerza, dibujando en el suelo sombras sin contornos. El mismo lamento lejano, intenso, rítmico como el latido de un corazón, veía en el viento; pero lleno de quejidos de otoño, de voces de decadencia que hablaba en el alma de la muerte. Una locomotora silbaba a lo lejos, tañía una campana y las hojas secas jugueteaban en el aire.
La madre trataba de consolar a su hija, y la hija lloraba, amargamente, hermosa, más hermosa que nunca, porque las lágrimas y la tristeza dan un encanto misterioso a las mujeres, como las lluvias y las nieblas a los paisajes intelectuales del Norte.
El poeta la siguió anhelante, loco, súbitamente enamorado de ella, sabiendo que era lo imposible y lo arcano.
Y la busca siempre, siempre; a la única amada; porque es imposible y porque es triste, y la busca siempre...
Con la mirada extraviada y loca, la busca siempre y no la ve nunca; no la ve nunca, porque quizá no es más que un reflejo de su espíritu.
jueves, 31 de mayo de 2007
Pio Baroja
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