heal

sábado, 13 de agosto de 2011

Julie Heffernan

martes, 28 de junio de 2011









¡Libros! ¡Libros!

lunes, 20 de junio de 2011



Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí. ‘Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi padre’, piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía. Ésta es la melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y es bondad y es serenidad y es pasión.
Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada.
No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.
Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros?
¡Libros! ¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir: ‘amor, amor’, y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: ‘¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!’. Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.
Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de Europa, que el lema de la República debe ser: ‘Cultura’. Cultura porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz.

Federico García Lorca

Locución al Pueblo de Fuentevaqueros (Granada). Septiembre 1931.

Remedios Varo

miércoles, 11 de mayo de 2011










El encanto de un mapa

martes, 10 de mayo de 2011

Ése es el encanto de un mapa. Representa el otro lado del horizonte, donde todo es posible. Tiene la magia de lo imaginado pero sin el esfuerzo y el sudor de lo real. La novela más grande jamás escrita palidece ante las posibilidades de aventura que esconden las tenues huellas azules desde un mar a otro mar. El viaje perfecto nunca termina, la meta está siempre en la orilla opuesta del río, al otro lado de la siguiente montaña. Hay siempre un sendero más que seguir, un espejismo más que explorar. No llegar nunca a la meta es el precio que el viajero errante paga por el derecho a la aventura.


Rosita Forbes

Caballos de brea

viernes, 29 de abril de 2011







Todas las obras están hechas con brea sobre lienzo


Mientras bebo, solo, a la luz de la luna

jueves, 28 de abril de 2011




Un vaso de vino entre las flores:
bebo solo, sin amigo que me acompañe.
Levanto el vaso e invito a la luna:
con ella y con mi sombra seremos tres.
Pero la luna no acostumbra beber vino,
y mi perezosa sombra sólo sabe seguirme.
Festejemos, con mi amiga luna y mi sombra esclava,
mientras aún es primavera.
En las canciones que entono vibran rayos lunares;
en la danza que ensayo mi sombra se aferra y deshace.
Los tres juntos, antes de beber, holgábamos;
ahora, ebrios, cada cual va por su lado.
¡Regocijémonos muchas horas todavía,
en nuestro extraño festín inanimado,
para encontrarnos al fin en el Rio de las Nubes!



Nanas de la Cebolla

martes, 26 de abril de 2011



La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.

En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.

Una mujer morena
resuelta en luna
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te traigo la luna
cuando es preciso.

Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en tus ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que mi alma al oírte
bata el espacio.

Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.

Es tu risa la espada
más victoriosa,
vencedor de las flores
y las alondras
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.

La carne aleteante,
súbito el párpado,
el vivir como nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!

Desperté de ser niño:
nunca despiertes.
Triste llevo la boca:
ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.

Ser de vuelo tan lato,
tan extendido,
que tu carne es el cielo
recién nacido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!

Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.

Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.

Vuela niño en la doble
luna del pecho:
él, triste de cebolla,
tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa ni
lo que ocurre.

Miguel Hernández

LA ESTACIÓN TOTAL LA VOLUNTARIA M.

lunes, 25 de abril de 2011




I
SIESTA

¡Qué solo suene el tiempo rojo y verde
contra tu comenzada ausencia eterna!

¡En qué arrinconamiento quemado nos dejaste
la superficie material sin tu presencia!

Te llevaste contigo a tu más ser
la identidad de nuestro azul,
la instalación desnuda del anhelo,
el fervor amplio de la estación plena.

(Estoy viendo ascender la rosa que dijiste,
caliente, entre la luz mayor y, a un tiempo, fresca.

Verano y sol aquí encima, sin ti.
un eco frío y una pompa seca.)

Ahora será, otra vez primaveral, debajo,
a tu apretado alrededor, tu hora entera.

Hora con radios de tu corazón
centro parado en floración suprema.



II

ESPACIO

Tu forma se deshizo. Deshiciste tu forma.
Más tu conciencia queda difundida, igual, mayor,
inmensa,
en la totalidad.

Y te sentimos
alrededor, en el ambiente pleno
de ti, tu más gran tú.

Nos miras
desde todo, nos sumes,
amiga, desde todo, en ti, como en un cielo,
un gran amor,
o un mar.



III

LUGAR

Con la tierra, en la inmensa madrugada,
tú; en esa paz sin sed, que no admite cansancio,
tesoro del estar definitivo
bajo el abismo azul sin miedo ni cuidados...

(Mano, ¡con qué mano segura
te abriste tú la estrada del remanso;
qué bien sabías tú en la sombra, arriba,
que penetrabas en la luz, abajo!)

..Y en lo evidente variable,
por el alrededor, jardín de espera
de caballeros y señoras,
tirito al blanco de la feria vana,
los otros, sí, nosotros, grises, negros,
intentando, tentando, tanteando


IV

AURORA

Estará auroreando, primero, sobre ti
el campo seco. Guadarrama rosa;
aún soñará tu tierra gris en esa lucha dulce
del sol que viene y la huidera sombra;
el gorrión accidental, la fija esquila
gotearán su son, su pío de la hora.

¡Qué plenitud, tú en lo definitivo,
fundida a lo que nunca cambiará ya la historia;
estensión de tu yedra, tu nueva vida solitaria
por lo real profundo sin pasadiza forma;
semilla verdadera de lo fijo, escultura, conciencia
enquistada en la tierra que no de desmorona!

(Un momento, en su riel, el alto tren del alba
conducirá sus deslumbrados presos de una pena a otra.)

..¡Tú dentro ya, tú fuera, tú ya libre,
el vivo muere, el muerto es inmortal,
sustancia voluntaria para más alta obra!






Juan Ramón Jiménez (1932)

Maria Blanchard

domingo, 24 de abril de 2011

Ninfas encadenando a Seleno



La refugiada



La echadora de cartas


Niña con brazalete


Mujer con abanico

Elegía a María Blanchard

Retrato de María Blanchar 1921.

La autora del cuadro es la pintora sueca

Tora Vega Holmström (1880-1967).


Yo no vengo aquí, ni como crítico ni como conocedor de la obra de María Blanchard, sino como amigo de una sombra. Amigo de una dulce sombra que no he visto nunca pero que me ha hablado a través de unas bocas y de unos paisajes por donde nunca fue nube, paso furtivo o animalito asustado en un rincón. Nadie de los que me conocen pueden sospechar esta amistad mía con María Gutiérrez Cueto, porque jamás hablé de ella, y aunque iba conociendo su vida a través de relatos originales, siempre volvía los ojos al otro lado, como distraído, y cantaba un poco porque no está bien que la gente sepa que un poeta es un hombre que está siempre ¡por todas las cosas! a punto de llorar.

¿Usted conocía a María Blanchard? Cuénteme...

Uno de los primeros cuadros que yo vi en la puerta de mi adolescencia, cuando sostenía ese dramático diálogo del bozo naciente con el espejo familiar, fue un cuadro de María. Cuatro bañistas y un fauno. La energía del color puesto con la espátula, la trabazón de las materias y el desenfado de la composición me hicieron pensar en una María alta, vestida de rojo, opulenta y tiernamente cursi como una amazona.

Los muchachos llevan un carnet blanco, que no abren más que a la luz de la luna, donde apuntan los nombres de las mujeres que no conocen para llevarlas a una alcoba de musgos y caracoles iluminados, siempre en lo alto de las torres. Esto lo cuenta Wedekind muy bien y toda la gran poesía lunar de Juan Ramón está llena de estas mujeres que se asoman como locas a los balcones y dan a los muchachos que se acercan a ellas una bebida amarguísima de tuétano de cicuta.

Cuando yo saqué mi cuartilla para apuntar el nombre de María y el nombre de su caballo me dijeron: Es jorobada.

Quien ha vivido como yo y en aquella época en una ciudad tan bárbara bajo el punto de vista social como Granada, cree que las mujeres o son imposibles o son tontas. Un miedo frenético a lo sexual y un terror al "que dirán" convertían a las muchachas en autómatas paseantes, bajo las miradas de esas mamás fondonas que llevaban zapatos de hombre y unos pelitos en el lado de la barba.

Yo había pensado con la tierna imaginación adolescente que quizá María, como era artista, no se reiría de mí por tocar al piano 'latazos clásicos', o por intentar poemas, no se reiría, nada más, con esa risa repugnante que muchachas y muchachos y mamás y papás sucios tenían para la pureza y el asombro poético, hasta hace unos años, en la triste España del 98.

Pero María se cayó por la escalera y quedó con la espalda combada expuesta al chiste, expuesta al muñeco de papel colgado de un hilo, expuesta a los billetes de lotería.

¿Quién la empujó? Desde luego la empujaron; 'alguien', Dios, el demonio, alguien ansioso de contemplar a través de pobres vidrios de carne la perfección de un alma hermosa.

María Blanchard viene de una familia fantástica. El padre, un caballero montañés, la madre una señora refinada; de tanta fantasía que casi era prestidigitadora. Cuando anciana iban unos niños amigos míos a hacerle compañía y ella, tendida en su lecho, sacaba uvas, peras y gorriones de debajo de la almohada. No encontraba nunca las llaves y todos los días tenía que buscarlas y las hallaba en los sitos más raros, por debajo de las camas o dentro de la boca del perro. El padre montaba a caballo y casi siempre volvía sin él, porque el caballo se había dormido y le daba lástima el despertarlo.

Organizaba grandes cacerías sin escopetas y se le borraba con frecuencia el nombre de su mujer. En esta distracción y este dejar correr el agua, María Gutiérrez se iba volviendo cada vez más pequeña, una mano le tiraba de los pies y le iba hundiendo la cabeza en su cuerpo como un tubo de 'Don Nicanor que toca el tambor'.

En este tiempo que corresponde a la apoteosis final de Rubén, vi yo el único retrato de María que he visto, y era una criatura triste, no sé de quién, en la que está al lado de Diego Rivera el pintor mexicano, verdadera antítesis de María, artista sensual que ahora, mientras que ella sube al cielo, él pinta de oro y besa el ombligo terrible de Plutarco Elías Calles.

En la época en que María vive en Madrid y cobija en su casa a todo el mundo, a un ruso, y a un chino, a quien llame a la puerta, presa ya de este delicado delirio místico que ha coronado con camelias frías de Zurbarán su tránsito en París.

La lucha de María Blanchard fue dura, áspera, pinchosa, como rama de encina, y sin embargo no fue nunca una resentida, sino todo lo contrario, dulce, piadosa, y virgen.

Aguantaba la lluvia de risa que causaba, sin querer, su cuerpo de bufón de ópera, y la risa que causaban sus primeras exposiciones, con la misma serenidad que aquel otro gran pintor, Barradas, muerto y ángel, a quien la gente rompía sus cuadros y él contestaba con un silencio recóndito de trébol o de criatura perseguida.

Aguantaba a sus amigos con capacidad de enfermera, al ruso que hablaba de coches de oro, o contaba esmeraldas sobre la nieve, o al gigantón Diego Rivera que creía que las personas y las cosas eran arañas que venían a comerlo, y arrojaba sus botas contra las bombillas y quebraba todos los días el espejo del lavabo.

Aguantaba a los demás y permanecía sola, sin comunicación humana, tan sola, que tuvo que buscar su patria invisible, donde corrieran sus heridas mezcladas con todo el mundo estilizado del dolor.

Y a medida que avanzaba el tiempo, su alma se iba purificando y sus actos adquiriendo mayor trascendencia y responsabilidad. Su pintura llevaba el mismo camino magistral, desde el cuadro famoso de La primera comunión hasta sus últimos niños y maternidades, pero atormentada por una moral superior daba sus cuadros por la mitad del precio que le ofrecían, y luego ella misma componía sus zapatos con una bella humildad.

La vida y pasión de Cristo fue tomando luz en su vida y, como el gran Falla, buscó en ella norma, dogma y consuelo. No con beatería, sino con obras, con grave dolor, con claridad, con inteligencia. Lo más español de María Blanchard es esta busca y captura de Cristo, Dios y varón realísimo; no al modo de la fantástica Catalina de Siena que se llega a casar con el niño Jesús y en vez de anillos se cambian corazones, sino de un modo seco, tierra pura y cal viva, sin el menor asomo de ángeles o milagro.

Su cintura monstruosa no ha recibido más caricia que la de ese brazo muerto y chorreando sangre fresca, recién desclavado de la cruz.

'Ese mismo brazo fue el que, lleno de amor, la empujó por la escalera para tenerla de novia y deleite suyo, y esa misma mano la ha socorrido en el terrible parto, en que la gran paloma de su alma apenas si podía salir por su boca sumida. No cuento esto para que meditéis su verdad o su mentira, pero los mitos crean al mundo, y el mar estaría sordo sin Neptuno y las olas deben la mitad de su gracia a la invención humana de la Venus.

Querida María Blanchard: dos puntos... dos puntos, un mundo, la almohada oscurísima donde descansa tu cabeza...

La lucha del ángel y el demonio estaba expresada de manera matemática en tu cuerpo.

Si los niños te vieran de espaldas exclamarían: "¡La bruja, ahí va la bruja!". Si un muchacho ve tu cabeza asomada sola en una de esas diminutas ventanas de Castilla exclamaría: "¡El hada, mirad el hada!". Bruja y hada, fuiste ejemplo respetable del llanto y claridad espiritual. Todos te elogian ahora, elogian tu obra los críticos y tu vida tus amigos. Yo quiero ser galante contigo en el doble sentido de hombre y de poeta, y quisiera decir en esta pequeña elegía, algo muy antiguo, algo, como la palabra 'serenata', aunque naturalmente sin ironía, ni esa frase que usan los falsos nuevos de 'estar de vuelta'. No. Con toda sinceridad. Te he llamado jorobada constantemente y no he dicho nada de tus hermosos ojos, que se llenaban de lágrimas, con el mismo ritmo que sube el mercurio por el termómetro, ni he hablado de tus manos magistrales.

Pero hablo de tu cabellera y la elogio, y digo aquí que tenías una mata de pelo tan generosa y tan bella que quería cubrir tu cuerpo, como la palmera cubrió al niño que tú amabas en la huida a Egipto. Porque eras jorobada, ¿y qué? Los hombres entienden poco las cosas y yo te digo, María Blanchard, como amigo de tu sombra, que tú tenías la mata de pelo más hermosa que ha habido en España.


Federico García Lorca



Conferencia de Federico García Lorca en el Ateneo de Madrid, en 1932, después de la muerte de María Blanchard.

Negro sobre negro

domingo, 3 de abril de 2011


Beatriz (Satanás)

viernes, 28 de enero de 2011


Cercaba el palacio un jardín señorial, lleno de noble recogimiento. Entre mirtos seculares blanqueaban estatuas de dioses. ¡Pobres estatuas mutiladas! Los cedros y los laureles cimbreaban con augusta melancolía sobre las fuentes abandonadas. Algún tritón, cubierto de hojas, borboteaba a intervalos su risa quimérica, y el agua temblaba en la sombra, con latido de vida misteriosa y encantada. La Condesa casi nunca salía del palacio. Contemplaba el jardín desde el balcón plateresco de su alcoba, y con la sonrisa amable de las devotas linajudas, le pedía a Fray Ángel, su capellán, que cortase las rosas para el altar de la capilla. Era muy piadosa la Condesa. Vivía como una priora noble retirada en las estancias tristes y silenciosas de su palacio, con los ojos vueltos hacia el pasado. ¡Ese pasado que los reyes de armas poblaron de leyendas heráldicas! Carlota Elena, Aguiar y Bolaño, Condesa de Porta--Dei, las aprendiera cuando niña deletreando los rancios nobiliarios. Descendía de la casa de Barbanzón, una de las más antiguas y esclarecidas, según afirman ejecutorias de nobleza y cartas de hidalguía signadas por el Señor Rey Don Carlos I. La Condesa guardaba como reliquias aquellas páginas infanzonas aforradas en velludo carmesí, que de los siglos pasados hacían gallarda remembranza con sus grandes letras floridas, sus orlas historiadas, sus grifos heráldicos, sus emblemas caballerescos, sus cimeras empenachadas y sus escudos de diez y seis cuarteles, miniados con paciencia monástica, de gules y de azur, de oro y de plata, de sable y de sinople.

La Condesa era unigénita del célebre Marqués de Barbanzón, que tanto figuró en las guerras carlistas. Hecha la paz después de la traición de Vergara --nunca los leales llamaron de otra suerte al convenio--, el Marqués de Barbanzón emigró a Roma. Y como aquellos tiempos eran los hermosos tiempos del Papa-Rey, el caballero español fue uno de los gentiles-hombres extranjeros con cargo palatino en el Vaticano. Durante muchos años llevó sobre sus hombros el manto azul de los guardias nobles y lució la bizarra ropilla acuchillada de terciopelo y raso. ¡El mismo arreo galán con que el divino Sanzio retrató al divino César Borgia! Los títulos de Marqués de Barbanzón, Conde de Gondariu y Señor de Goa, extinguiéronse con el buen caballero Don Francisco Xavier Aguiar y Bendaña, que maldijo en su testamento, con arrogancias de castellano leal, a toda su descendencia, si entre ella había uno solo que, traidor y vanidoso, pagase lanzas y anatas a cualquier Señor Rey que no lo fuese por la Gracia de Dios. Su hija admiró llorosa la soberana gallardía de aquella maldición que se levantaba del fondo de un sepulcro, y acatando la voluntad paterna, dejó perderse los títulos que honraran veinte de sus abuelos, pero suspiró siempre por aquel Marquesado de Barbanzón. Para consolarse solía leer, cuando sus ojos estaban menos cansados, el nobiliario del Monje de Armentáriz, donde se cuentan los orígenes de tan esclarecido linaje.

Si más tarde tituló de Condesa fue por gracia pontificia.

II.
La mano atenazada y flaca del capellán levantó el blasonado cortinón de damasco carmesí:
-¿Da su permiso la Señora Condesa?
-Adelante, Fray Ángel.

El capellán entró. Era un viejo alto y seco, con el andar dominador y marcial. Llegaba de Barbanzón, donde había estado cobrando los florales del mayorazgo. Acababa de apearse en la puerta del palacio, y aún no se descalzara las espuelas. Allá, en el fondo del estrado, la suave Condesa suspiraba tendida sobre el canapé de damasco carmesí. Apenas se veía dentro del salón. Caía la tarde adusta e invernal. La Condesa rezaba en voz baja, y sus dedos, lirios blancos aprisionados en los mitones de encaje, pasaban lentamente las cuentas de un rosario traído de Jerusalén. Largos y penetrantes alaridos llegaban al salón desde el fondo misterioso del palacio: agitaban la oscuridad, palpitaban en el silencio como las alas del murciélago Lucifer... Fray Ángel se santiguó:

-¡Válgame Dios! ¿Sin duda el Demonio continúa martirizando a la Señorita Beatriz?
La Condesa puso fin a su rezo, santiguándose con el crucifijo del rosario, y suspiró: ¡Pobre hija mía! El Demonio la tiene poseída. A mí me da espanto oírla gritar, verla retorcerse como una salamandra en el fuego... Me han hablado de una saludadora que hay en Celtigos. Será necesario llamarla. Cuentan que hace verdaderos milagros. Fray Ángel, indeciso, movía la tonsurada cabeza:
-Sí que los hace, pero lleva, veinte años encamada.
-Se manda el coche, Fray Ángel.
-Imposible por esos caminos, señora.
-Se la trae en silla de manos.
-Únicamente. ¡Pero es difícil, muy difícil! La saludadora pasa del siglo... Es una reliquia...

Viendo pensativa a la Condesa, el capellán guardó silencio: era un viejo de ojos enfoscados y perfil aguileño, inmóvil como tallado en granito. Recordaba esos obispos guerreros que en las catedrales duermen o rezan a la sombra de un arco sepulcral. Fray Ángel había sido uno de aquellos cabecillas tonsurados que robaban la plata de sus iglesias para acudir en socorro de la facción. Años después, ya terminada la guerra, aún seguía aplicando su misa por el alma de Zumalacárregui. La dama, con las manos en cruz, suspiraba. Los gritos de Beatriz llegaban al salón en ráfagas de loco y rabioso ulular. El rosario temblaba entre los dedos pálidos de la Condesa, que, sollozante, musitaba casi sin voz:

-¡Pobre hija! ¡Pobre hija!
Fray Ángel preguntó:
-¿No estará sola?

La Condesa cerró los ojos lentamente al mismo tiempo que, con un ademán lleno de cansancio, reclinaba la cabeza en los cojines del canapé:

-Está con mi tía la Generala y con el Señor Penitenciario, que iba a decirle los exorcismos.
-¡Ah! ¿Pero está aquí el Señor Penitenciario?
La Condesa respondió tristemente:
-Mi tía le ha traído.
Fray Ángel habíase puesto en pie con extraño sobresalto.
-¿Qué ha dicho el Señor Penitenciario?
-Yo no le he visto aún.
-¿Hace mucho que está ahí?
-Tampoco lo sé, Fray Ángel.
-¿No lo sabe la Señora Condesa?
- No... He pasado toda la tarde en la capilla. Hoy comencé una novena a la Virgen de Bradomín. Si sana mi hija, le regalaré el collar de perlas y los pendientes que fueron de mi abuela la Marquesa de Barbanzón.

Fray Ángel escuchaba con torva inquietud. Sus ojos, enfoscados bajo las cejas, parecían dos alimañas monteses azoradas. Calló la dama suspirante. El capellán permaneció en pie.

-Señora Condesa, voy a mandar ensillar la mula, y esta noche me pongo en Celtigos. Si se consigue traer a la saludadora, debe hacerse con un gran sigilo. Sobre la madrugada ya podemos estar aquí.
La Condesa volvió al cielo los ojos, que tenían un cerco amoratado.
-¡Dios lo haga!
Y la noble señora, arrollando el rosario entre sus dedos pálidos, levantóse para volver al lado de su hija. Un gato que dormitaba sobre el canapé saltó al suelo, enarcó el espinazo y la siguió maullando... Fray Ángel se adelantó: la mano atezada y flaca del capellán sostuvo el blasonado cortinón. La Condesa pasó con los ojos bajos y no pudo ver cómo aquella mano temblaba.

III.
Beatriz parecía una muerta: con los párpados entornados, las mejillas muy pálidas y los brazos tendidos a lo largo del cuerpo, yacía sobre el antiguo lecho de madera, legado a la Condesa por Fray Diego Aguiar, un Obispo de la noble casa de Barbanzón tenido en opinión de santo. La alcoba de Beatriz era una gran sala entarimada de castaño, oscura y triste. Tenía angostas ventanas de montante donde arrullaban las palomas, y puertas monásticas, de paciente y arcaica ensambladura, con clavos danzarines en los floreados herrajes. El Señor Penitenciario y Misia Carlota, la Generala, retirados en un extremo de la alcoba, hablaban muy bajo. El canónigo hacía pliegues al manteo. Sus sienes calvas, su frente marfileña, brillaban en la oscuridad. Rebuscaba las palabras como si estuviese en el confesionario, poniendo sumo cuidado en cuanto decía y empleando largos rodeos para ello. Misia Carlota le escuchaba atenta, y entre sus dedos, secos como los de una momia, temblaban las agujas de madera y el ligero estambre de su calceta. Estaba pálida, y sin interrumpir al Señor Penitenciario, de tiempo en tiempo repetía anonadada:

-¡Pobre niña! ¡Pobre niña!
Como Beatriz lloraba suspirando, se levantó para consolarla. Después volvió al lado del canónigo, que con las manos cruzadas y casi ocultas entre los pliegues del manteo, parecía sumido en grave meditación. Misia Carlota, que había sido siempre dama de gran entereza, se enjugaba los ojos y no era dueña de ocultar su pena. El Señor Penitenciario le preguntó en voz baja:

-¿Cuándo llegará ese fraile?
Tal vez haya llegado.
-¡Pobre Condesa! ¿Qué hará?
-¡Quién sabe!
-¿Ella no sospecha nada?
-¡No podía sospechar!
Es tan doloroso tener que decírselo.
Callaron los dos. Beatriz seguía llorando. Poco después entró la Condesa, que procuraba parecer serena. Llegó hasta la cabecera de Beatriz, inclinóse en silencio y besó la frente yerta de la niña. Con las manos en cruz, semejante a una dolorosa, y los ojos fijos, estuvo largo tiempo contemplando aquel rostro querido. Era la Condesa todavía hermosa, prócer de estatura y muy blanca de rostro, con los ojos azules y las pestañas rubias, de un rubio dorado que tendía leve ala de sombra en aquellas mejillas tristes y altaneras. El Señor Penitenciario se acercó.

-Condesa, necesito hablar con ese Fray Ángel.
La voz del canónigo, de ordinario acariciadora y susurrante, estaba llena de severidad. La Condesa se volvió sorprendida. Fray Ángel no está en el palacio, Señor Penitenciario. Y sus ojos azules, aún empañados de lágrimas, interrogaban con afán, al mismo tiempo que sobre los labios marchitos temblaba una sonrisa amable y prudente de dama devota. Misia Carlota, que estaba a la cabecera de Beatriz, se aproximó muy quedamente.

- No hablen ustedes aquí... Carlota, es preciso que tengas valor.
-¡Dios mío! ¿Qué pasa?
-¡Calla!
Al mismo tiempo llevaba a la Condesa fuera de la estancia. El Señor Penitenciario bendijo en silencio a Beatriz, y sin recoger sus hábitos talares salió detrás. Misia Carlota quedó en el umbral. Inmóvil y enjugándose los ojos, contempló desde allí cómo la Condesa y el Penitenciario se alejaban por el largo corredor. Después, santiguándose, volvió sola al lado de Beatriz y posó su mano de arrugas sobre la frente tersa de la niña.

-¡Hijita mía, no tiembles!... ¡No temas!...
Cabalgó en la nariz los quevedos con guarnición de concha, abrió un libro de oraciones, por donde marcaba el registro de seda azul ya desvanecida, y comenzó a leer en voz alta:

ORACIÓN:
¡Oh, Tristísima y Dolorosísima Virgen María, mi Señora, que siguiendo las huellas de vuestro amantísimo Hijo, y mi Señor Jesucristo, llegasteis al Monte Calvario, donde el Espíritu Santo quiso regalaros como en monte de mirra y os ungió Madre del linaje humano! Concededme, Virgen María, con la Divina Gracia, el perdón de los pecados y apartad de mi alma los malos espíritus que la cercan, pues sois poderosa para arrojar a los demonios de los cuerpos y las almas. Yo espero, Virgen María, que me concedáis lo que os pido, si ha de ser para vuestra mayor gloria y mi salvación eterna. Amén.

Beatriz repitió:
-¡Amén!

IV.
Los ojos del gato, que hacía centinela al pie del brasero lucían en la oscuridad. La gran copa de cobre bermejo aún guardaba entre la ceniza algunas ascuas mortecinas. En el fondo apenas esclarecido del salón, sobre los cortinajes de terciopelo, brillaba el metal de los blasones bordados: la puente de plata y los nueve róeles de oro que Don Enrique II diera por armas al Señor de Barbanzón, Pedro Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Las rosas marchitas perfumaban la oscuridad, deshojándose misteriosas en antiguos floreros de porcelana que imitaban manos abiertas. Un criado encendía los candelabros de plata que había sobre las consolas. Después la Condesa y el Penitenciario entraban en el salón. La dama, con ademán resignado y noble, ofreció al eclesiástico asiento en el canapé, y trémula y abatida por oscuros presentimientos, se dejó caer en un sillón. El canónigo, con la voz ungida de solemnidad, empezó a decir:

- Es un terrible golpe, Condesa...
La dama suspiró.
-¡Terrible, Señor Penitenciario!
Quedaron silenciosos. La Condesa se enjugaba las lágrimas que humedecían el fondo azul de sus pupilas. Al cabo de un momento murmuró, cubierta la voz por un anhelo que apenas podía ocultar:
- ¡Temo tanto lo que usted va a decirme!
El canónigo inclinó con lentitud su frente pálida y desnuda, que parecía macerada por las graves meditaciones teológicas.
-¡Es preciso acatar la voluntad de Dios!
-¡Es preciso!... ¿Pero qué hice yo para merecer una prueba tan dura?
-¡Quién sabe hasta dónde llegan sus culpas! Y los designios de Dios nosotros no los conocemos.
La Condesa cruzó las manos dolorida.
- Ver a mi Beatriz privada de la gracia, poseída de Satanás.
El canónigo la interrumpió:
-¡No, esa niña no está poseída!... Hace veinte años que soy Penitenciario en nuestra Catedral, y un caso de conciencia tan doloroso, tan extraño, no lo había visto. ¡La confesión de esa niña enferma todavía me estremece!...
La Condesa levantó los ojos al cielo.
-¡Se ha confesado! Sin duda Dios Nuestro Señor quiere volverle su gracia. ¡He sufrido tanto viendo a mi pobre hija aborrecer de todas las cosas santas! Porque antes estuvo poseída, Señor Penitenciario.
- No, Condesa; no lo estuvo jamás.
La Condesa sonrió tristemente, inclinándose para buscar su pañuelo, que acababa de perdérsele. El Señor Penitenciario lo recogió de la alfombra. Era menudo, mundano y tibio, perfumado de incienso y estoraque, como los corporales de un cáliz.

- Aquí está, Condesa.
- Gracias, Señor Penitenciario.
El canónigo sonrió levemente. La llama de las bujías brillaba en sus anteojos de oro. Era alto y encorvado, con manos de obispo y rostro de jesuita. Tenía la frente desguarnecida, las mejillas tristes, el mirar amable, la boca sumida, llena de sagacidad. Recordaba el retrato del cardenal Cosme de Ferrara que pintó el Perugino. Tras leve pausa continuó:
- En este palacio, señora, se hospeda un sacerdote impuro, hijo de Satanás...
La Condesa le miró horrorizada.
-¿Fray Ángel?
El Penitenciario afirmó inclinando tristemente la cabeza, cubierta por el solideo rojo, privilegio de aquel Cabildo.
- Esa ha sido la confesión de Beatriz. ¡Por el terror y por la fuerza han abusado de ella!...
La Condesa se cubrió el rostro con las manos, que parecían de cera. Sus labios no exhalaron un grito. El Penitenciario la contemplaba en silencio. Después continuó:
- Beatriz ha querido que fuese yo quien advirtiese a su madre. Mi deber era cumplir su ruego. ¡Triste deber, Condesa! La pobre criatura, de pena y de vergüenza, jamás se hubiera atrevido. Su desesperación al confesarme su falta era tan grande que llegó a infundirme miedo. ¡Ella creía su alma condenada, perdida para siempre!
La Condesa, sin descubrir el rostro, con la voz ronca por el llanto, exclamó:
-¡Yo haré matar al capellán! ¡Le haré matar! ¡Y a mi hija no la veré más!
El canónigo se puso en pie lleno de severidad.
- Condesa, el castigo debe dejarse a Dios. Y en cuanto a esa niña, ni una palabra que pueda herirla, ni una mirada que pueda avergonzarla.

Agobiada, yerta, la Condesa sollozaba como una madre ante la sepultura abierta de sus hijos. Allá afuera las campanas de un convento volteaban alegremente anunciando la novena que todos los años hacían las monjas a la seráfica fundadora. En el salón, las bujías lloraban sobre las arandelas doradas, y en el borde del brasero apagado dormía, roncando, el gato.

V.
Los gritos de Beatriz resonaron en todo el Palacio... La Condesa estremecióse oyendo aquel plañir, que hacía miedo en el silencio de la noche, y acudió presurosa. La niña, con los ojos extraviados y el cabello destrenzándose sobre los hombros, se retorcía. Su rubia y magdalénica cabeza golpeaba contra el entarimado, y de la frente, yerta y angustiada, manaba un hilo de sangre. Retorcíase bajo la mirada muerta e intensa del Cristo: un Cristo de ébano y marfil, con cabellera humana, los divinos pies iluminados por agonizante lamparilla de plata. Beatriz evocaba el recuerdo de aquellas blancas y legendarias princesas, santas de trece años ya tentadas por Satanás. Al entrar la Condesa, se incorporó con extravío, la faz lívida, los labios trémulos como rosas que van a deshojarse. Su cabellera apenas cubría la candidez de los senos.

--¡Mamá! ¡Mamá! ¡Perdóname!
Y le tendía las manos, que parecían dos blancas palomas azoradas. La Condesa quiso alzarla en los brazos.
-¡Sí, hija, sí! Acuéstate ahora.
Beatriz retrocedió con los ojos horrorizados, fijos en el revuelto lecho.
-¡Ahí está Satanás! ¡Ahí duerme Satanás! Viene todas las noches. Ahora vino y se llevó mi escapulario. Me ha mordido en el pecho. ¡Yo grité, grité! Pero nadie me oía. Me muerde siempre en los pechos y me los quema.

Y Beatriz mostrábale a su madre el seno de blancura lívida, donde se veía la huella negra que dejan los labios de Lucifer cuando besan. La Condesa, pálida como la muerte, descolgó el crucifijo y le puso sobre las almohadas.

-¡No temas, hija mía! ¡Nuestro Señor Jesucristo vela ahora por ti!
-¡No! ¡No!
Y Beatriz se estrechaba al cuello de su madre. La Condesa arrodillóse en el suelo. Entre sus manos guardó los pies descalzos de la niña, como si fuesen dos pájaros enfermos y ateridos. Beatriz, ocultando la frente en el hombro de su madre, sollozó:
- Mamá querida, fue una tarde que bajé a la capilla para confesarme... Yo te llamé gritando.. Tú no me oíste... Después quería venir todas las noches, y yo estaba condenada...
-¡Calla, hija mía! ¡No recuerdes!...

Y las dos lloraron juntas, en silencio, mientras sobre la puerta, de arcaica ensambladura y floreados herrajes, arrullaban dos tórtolas que Fray Ángel había criado para Beatriz... La niña, con la cabeza apoyada en el hombro de su madre, trémula y suspirante, adormecióse poco a poco. La luna de invierno brillaba en el montante de las ventanas y su luz blanca se difundía por la estancia. Fuera se oía el viento, que sacudía los árboles del jardín, y el rumor de una fuente. La Condesa acostó a Beatriz en el canapé, y silenciosa, llena de amoroso cuidado, la cubrió con una colcha de damasco carmesí, ese damasco antiguo que parece tener algo de litúrgico. Beatriz suspiró sin abrir los ojos. Sus manos quedaron sobre la colcha: eran pálidas, blancas, ideales, transparentes a la luz; las venas, azules, dibujaban una flor de ensueño. Con los ojos llenos de lágrimas, la Condesa ocupó un sillón que había cercano. Estaba tan abrumada que casi no podía pensar, y rezaba confusamente, adormeciéndose con el resplandor de la luz que ardía a los pies del Cristo en un vaso de plata. Ya muy tarde entró Misia Carlota, apoyada en su muleta, con los quevedos temblantes sobre la corva nariz. La Condesa se llevó un dedo a los labios indicándole que Beatriz dormía, y la anciana se acercó sin ruido, andando con trabajosa lentitud.

- ¡Al fin descansa!
- Sí.
- ¡Pobre alma blanca!
Sentóse y arrimó la muleta a uno de los brazos del sillón. Las dos damas guardaron silencio. Sobre el montante de la puerta la pareja de tórtolas seguía arrullando.

VI.
A medianoche llegó la saludadora de Celtigos. La conducían dos nietos ya viejos, en un carro de bueyes, tendida sobre paja. La Condesa dispuso que dos criados la subiesen. Entró salmodiando saludos y oraciones. Era vieja, muy vieja, con el rostro desgastado como las medallas antiguas, y los ojos verdes, del verde maléfico que tienen las fuentes abandonadas, donde se reúnen las brujas. La noble señora salió a recibirla hasta la puerta, y temblándole la voz preguntó a los criados:

-¿Visteis si ha venido también Fray Ángel?
En vez de los criados respondió la saludadora con el rendimiento de las viejas que acuerdan el tiempo de los mayorazgos:
- Señora mi Condesa, yo sola he venido, sin más compaña que la de Dios.
-¿Pero no fue a Celtigos un fraile con el aviso?...
- Estos tristes ojos a nadie vieron.
Los criados dejaron a la saludadora en un sillón. Beatriz la contemplaba. Los ojos, sombríos, abiertos como sobre un abismo de terror y de esperanza. La saludadora sonrió con la sonrisa yerta de su boca desdentada.
-¡Miren con cuánta atención está la blanca rosa! No me aparta la vista.
La Condesa, que permanecía en pie en medio de la estancia, interrogó:
-¿Pero no vio a un fraile?
- A nadie, mi señora.
-¿Quién llevó el aviso?
- No fue persona de este mundo. Ayer de tarde quedéme dormida, y en el sueño tuve una revelación. Me llamaba la buena Condesa moviendo su pañuelo blanco, que era después una paloma volando, volando para el Cielo.
La dama preguntó temblando:
-¿Es buen agüero eso?...
-¡No hay otro mejor, mi Condesa! Díjeme entonces entre mí: vamos al palacio de tan gran señora.

La Condesa callaba. Después de algún tiempo, la saludadora, que tenía los ojos clavados en Beatriz, pronunció lentamente:
- A esta rosa galana le han hecho mal de ojo. En un espejo puede verse, si a mano lo tiene, mi señora.

La Condesa le entregó un espejo guarnecido de plata antigua. Levantóle en alto la saludadora, igual que hace el sacerdote con la hostia consagrada, lo empañó echándole el aliento, y con un dedo tembloroso trazó el círculo del Rey Salomón. Hasta que se borró por completo tuvo los ojos fijos en el cristal.

- La Condesita está embrujada. Para ser bien roto el embrujo han de decirse las doce palabras que tiene la oración del Beato Electus al dar las doce campanadas del mediodía, que es cuando el Padre Santo se sienta a la mesa y bendice a toda la Cristiandad.

La Condesa se acercó a la saludadora. El rostro de la dama parecía el de una muerta y sus ojos azules tenían el venenoso color de las turquesas.

-¿Sabe hacer condenaciones?
- ¡Ay, mi Condesa, es muy grande pecado!
-¿Sabe hacerlas? Yo mandaré decir misas y Dios se lo perdonará.
La saludadora meditó un momento.
- Sé hacerlas, mi Condesa.
- Pues hágalas...
-¿A quién, mi Señora?
- A un capellán de mi casa.
La saludadora inclinó la cabeza.
- Para eso hace menester del breviario.

La Condesa salió y trajo el breviario de Fray Ángel. La saludadora arrancó siete hojas y las puso sobre el espejo. Después, con las manos juntas, como para un rezo, salmodió:
-¡Satanás! ¡Satanás! Te conjuro por mis malos pensamientos, por mis malas obras, por todos mis pecados. Te conjuro por el aliento de la culebra, por la ponzoña de los alacranes, por el ojo de la salamantiga. Te conjuro para que vengas sin tardanza y en la gravedad de aqueste círculo del Rey Salomón te encierres y en él te estés sin un momento te partir, hasta poder llevarte a las cárceles tristes y oscuras del infierno el alma que en este espejo agora vieres. Te conjuro por este rosario que yo sé profanado por ti y mordido en cada una de sus cuentas. ¡Satanás! ¡Satanás! Una y otra vez te conjuro.

Entonces el espejo se rompió con triste gemido de alma encarcelada. Las tres mujeres, mirándose silenciosas, con miedo de hablar, con miedo de moverse, esperan el día, puestas las manos en cruz. Amanecía cuando sonaron grandes golpes en la puerta del palacio. Unos aldeanos de Celtigos traían a hombros el cuerpo de Fray Ángel, que al claro de luna descubrieran flotando en el río... ¡La cabeza yerta, tonsurada, pendía fuera de las andas!


Ramón del Valle-Inclán (1866-1936)

Rosa gnóstica

jueves, 27 de enero de 2011


Nada será que no haya sido antes.
Nada será para no ser mañana.
Eternidad son todos los instantes,
que mide el grano que el reloj desgrana.

Eternidad la gracia de la rosa,
y la alondra primera que abre el día,
y la oruga, y su flor la mariposa.
¡Eterna en culpa la conciencia mía!

Al borde del camino, recostado
como gusano que germina en lodo,
siento la negra angustia del pecado,
con la divina aspiración al Todo.

El gnóstico misterio está presente
en el quieto volar de la paloma,
y el pecado del mundo en la serpiente
que muerde el pie del Ángel que la doma.

Sobre la eterna noche del pasado
se abre la eterna noche del mañana.
¡Cada hora, una larva del pecado!
¡Y el símbolo la sierpe y la manzana!

Guarda el Tiempo el enigma de las Formas,
como un dragón sobre los mundos vela,
y el Todo y la Unidad, supremas normas,
tejen el infinito de su estela.

Nada apaga el hervor de los crisoles,
en su fondo, sellada está la eterna
Idea de Platón. Lejanos soles un día
encenderán nuestra caverna.

Mientras hilan las Parcas mi mortaja,
una cruz de ceniza hago en la frente.
El tiempo es la carcoma que trabaja
por Satanás. ¡Y Dios es el Presente!

¡Todo es Eternidad! ¡Todo fue antes!
¡Y todo lo que es hoy será después,
en el Instante que abre los instantes,
y el hoyo de la muerte a nuestros pies!

Ramon María del Valle Inclán

Be brave

miércoles, 19 de enero de 2011

Christmas Lights - Coldpaly

jueves, 23 de diciembre de 2010